miércoles, 26 de octubre de 2011

LA MUERTE EN FLOR


Ricardo Baldor Isidoro
Lunes 03 de noviembre de 2008

A la memoria de mi madre,
Petra Isidoro Vélez,
quien me dio lo que no se compra.
—Ricardo Baldor Isidoro

La luz aletea en la oscuridad. Entra al cuarto y lucha con la sombra agazapada haciendo brincar los amarillos pétalos del cempasúchil. Cristo se afila, resalta la falta de gordura y se hace grande sobre la pared al ritmo de la flama de la veladora; la corona de espinas me recuerda los zacatones que mueve el viento allá arriba, entre los bultos de las tumbas. El hueco que traigo en el pecho se llena al respirar el olor granuloso de las guayabas y para no volver a ver las cruces, ya sin Jesús, recortadas contra la pared del panteón, mejor miro la piel porosa de las naranjas que están del otro lado del vaso de agua. Una hormiga lucha sobre la miel de la cáscara.

Incienso que se quema me llega con olor a lejos; es mi abuelo Pancho que ya viene con el sahumerio; platica con don Isaac y doña Juanita; se cruzan con dos o tres bebés a los que no alcanzó a ponerles nombre porque se fueron blancamente al cielo, como pasó con su hermanito del que se acuerda mucho y llora. Ahora está contento porque sus angelitos lo acompañaron. Todos se van con el traje del adiós renovado para el reencuentro. Trae una veladora y el incensario extiende tiras de humo de copal para que ninguno de ellos, pero sobre todo los rezagados, pierdan el camino o se vayan con otro grupo de tantos que visitan el pueblo. Con el dedo índice señala para la entrada de la casa que desde temprano regó con agua y pétalos de flores. En el patio puso una flor de muerto partida en cuatro llamando a los puntos cardinales para que lleguen todos los invitados de los recuerdos. Todos los que fueron pensados en el año.

El rostro de mi tía Anita derrama alegría sobre la mesa; el copete rubio enciende su piel blanca y me fijo en su boca: los labios entreabiertos y rojísimos como si acabara de saborear una tuna colorada. Me mira, adivinar desde a qué hora y me voy lentamente a la otra orilla de la mesa sin desprender mis ojos de los suyos para ver si deja de verme, pero sus ojos, bajo la sombra de sus pestañas largas, me siguen aunque su cara esté atrapada en el cartón de la fotografía.

La hormiga está sobre las canillas del pan de muerto, se detiene sobre una roca de azúcar y se me antoja pegarle al pan una mordida, pero no quiero matar al insecto, ¿habrá en el cielo hormigas? En el techo del cielo las estrellas son agujeros que hacen las hormigas. Por ahí pasa la luz de un sol que está del otro lado. Las nubes son sus madrigueras, están llenas de hoyos, por eso se las lleva fácilmente el viento.

El murmullo es un hervidero de pipioles, una bitachera en cámara lenta. El vuelo de una mosca me lleva hasta los plátanos que ya derraman su jugo por las ranuras de las cáscaras, luego se hunde hasta las alas en el dulce de camote y ya no se me antoja, pero mejor la saco, qué grosería si las visitas se dan cuenta, y me acuerdo que don Pancho dijo que nada les faltara mientras acomoda los casinos y el pulque junto a la botella de tequila. La tía Vicenta pone la sal de la pureza, agua y pan, hablando emocionada que eso es lo primero que tiene que estar y alumbrado por las velas, para calmar las necesidades sentidas por las ánimas benditas durante el largo camino del retorno. Doy una ojeada a la mesa. El calor entró en el alma del aguamiel y encendió la chispa de su dulce, el espíritu del pulque se derrama por la boca del jarro, entonces se me antojan los licuados de papaya que hace mi tía Lupe allá donde trabaja.

Ya no puedo seguir asomándome a la mesa, sólo alcanzo a quitarle una arruga al mantel pues mi abuelo llega con su gente. Un movimiento de aires encontrados perturba las luces de las veladoras. El lengüeteo de las flamas enseña caras vacilantes cubiertas por un rebozo de oscuridad. Voces se entrecruzan casi en secreto, hacen llegar un viento suave como algo incierto. Eso es lo que queda de los vivos que dejan de moverse, cuando ya no podemos verlos como todos los días; empiezan a vivir de ánimas disolviéndose en el aire, en los colores y los sonidos de las cosas, hablan con nosotros pero sus voces ya no nos alcanzan, solo una procesión de ondas que producen muchas cosas: sombras, ruidos, vientos; vibraciones que mueven las puertas y ventanas, me digo ahora mientras rechina la puerta de madera seca y apretada que enseña sus partiduras como si guardara el sol de todos los años. El aire muestra detenidamente las cosas. Se ha llenado de presencia mezclada con la luz. Con la pureza del copal. Por mi nariz entra, lo siento recorrer huecos de mi corazón, llenarme como cuando el agua llena los arroyos, los párpados me pesan y al cerrarlos veo hacia adentro, llego a un sueño del color de los vidrios de la iglesia, donde al ser atravesados por la luz amarilla, solean el espacio, así me atraviesa el sueño y me siento como si no estuviera detenido en nada, floto sin cansancio, casi ya olvidado de mí, oigo a mi abuelo decir que ¡vámonos recio!, a los del limbo. Hago un esfuerzo por ver a los difuntos, pero solo alcanzo a distinguir los pastizales que brotan de los chalchihuites de jade del collar de mi abuela muerta. Ya circulo en una franja elástica, escucho a mi voz que pregunta: Y estando el cielo tan sin fondo, ¿a dónde van todas las almas cuando nos llenan de soledad?, ya no alcanzo a contestar pues mis ojos se van cerrando, miro cómo la tapadera del cielo cae encima de la ofrenda y borra la visión que tenía sobre los tejocotes en dulce. Todo se lleva la falta de luz.

1 comentario: