miércoles, 21 de septiembre de 2011

El amor abstracto del presidente

En uno de sus ensayos, Albert Camus, esa gran conciencia moral del siglo XX, escribió una frase que define muy bien una forma del mal que se muestra como bien –la frase la he citado varias veces, pero no la he explicado en profundidad–:

“Conozco algo peor que el odio, el amor abstracto”.

El odio es limitado. Se dirige a alguien o a álguienes. Por lo general –porque el odio es el rostro invertido del amor–, a quien o quienes se ha amado y han traicionado ese amor. Su radio de mal es, por lo tanto, focalizable. En cambio, en nombre del amor por lo abstracto se han cometido atrocidades inmensas, incluso genocidios.
Cuando Camus escribió esa frase tenía en mente no sólo su crítica a la Iglesia, sino también al comunismo y al fascismo. En nombre del amor a abstracciones como Dios, la sociedad sin clases y “las mañanas que cantan”, en nombre de la raza y del amor a Alemania, se habían cometido crímenes impensables: Inquisiciones, hogueras, Gulags, campos de exterminio, juicios sumarios. En nombre de los seres humanos de mañana –seres que no existen más que en la abstracción–, día y noche se encarcelaba, humillaba y asesinaba a otros que, valga la redundancia, existían, tenían vida.
Las democracias no se han quedado atrás. En nombre de la libertad se lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima, y Bush, el júnior, asesinó hombres, mujeres y niños en Irak.
El presidente Felipe Calderón viene de ese amor. En nombre de la protección de los jóvenes de la droga, de erradicar ésta para que la juventud de mañana esté libre de la misma, desencadenó una guerra que ha cobrado más de 60 mil vidas, si contamos a los desaparecidos –la mayoría jóvenes–, y ha generado más de 120 mil desplazados. Su obsesión por lo que debería ser lo ha llevado, como a todos los ideologizados, a buscar la justicia social en el poder que, al hablar en nombre de las víctimas potenciales de la droga, desemboca en su asesinato. No es otra cosa lo que, a pesar de las evidencias que la visibilización de las víctimas le muestra, ha reiterado para justificar su guerra.
Para Calderón, los jóvenes muertos son, como lo ha sido para las ideologías históricas, un mal necesario cuya justificación es su amor por ellos. Los ama tanto que ha decidido combatir a los que quieren dañarlos, y al combatirlos los ha ido destruyendo. Mientras 20 grandes capos, como lo dice bien Sabina Berman (Informe de guerra, Proceso 1818), “yacen (en su estrategia de guerra) bajo tierra o están encerrados en cárceles”, los cárteles se han pulverizado en grupúsculos liderados por jóvenes (que, abandonados por el Estado, han sido cooptados por esos propios grupos) “capaces de acciones de una estupidez y de una crueldad abismales” que han multiplicado el crimen. Mientras eso sucede, el mismo Estado –que el propio Calderón custodia– hace bisagra con ese mismo crimen: “los gobernadores y los alcaldes corruptos, las policías y los jueces corruptos, los secretarios de Estado corruptos: los criminales de corbata a los que el presidente ni siquiera ha pretendido aplicar la ley, en una suerte de lealtad de clase (…)”.

Extracto del artículo de Javier Sicilia publicado en Proceso el 14 de septiembre. Leer completo aquí.

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